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Belchite, el Guernica sin lienzo

Memoria y paz de lo sucedido en Belchite “viejo”

Alojado en la Provincia de Zaragoza, Belchite se levanta hoy con adjetivos que lo dividen del pasado y  el presente por el “Viejo” y el “Nuevo” que los califica. El Viejo Belchite, vallado y de acceso restringido se vuelve un mapa por el que la memoria refresca episodios que quienes lo vivieron, remarcan que nadie más los vuelva a vivir. El Nuevo Belchite, se vuelve la opción del traslado físico del Viejo, volviéndolo ese lugar donde sus habitantes intentaron reiniciar después de una guerra, suya o ajena, una vida a pesar de la inevitable consecuencia que ésta dejó: destrucción. 

Conocida por su gran producción de aceite de oliva, la zona tuvo tiempos de gran esplendor gracias a esta industria, que en sus mejores años llegó a contar con siete molinos de notable producción. La cercana estación de ferrocarril le otorgaba  a este punto el añadido de la comunicación y el comercio que la hizo crecer a un nivel próspero, al contar como pocas poblaciones de la época, con banco, teatro-cine, seminarios, hospital e incluso un casino. 

Con esto uno puede ir empezando a bocetar el esplendor que alcanzó. Tanto así, que era considerado cabeza de partido, como se denominaba a la población más importante de la comarca, corroborando su importancia social, comercial y política.

Precisamente, con estas previas  anotaciones, uno puede comprender por qué estuvo en la mira de la Guerra Civil que a su paso dejaba su cerco bélico, y en Belchite (Viejo) impregnó en sus calles, en sus paredes hoy ruinosas, el trazo por el que un lienzo de memoria se descubre advirtiéndonos de encontrar la ruta para evitar repetir esos episodios.

Hoy, Belchite (Viejo)  muestra sólo una parte de su rostro. La que queda. La que luce sus arrugas reconociendo y resignándose al paso del tiempo. No impide ni se opone al viento o a la humedad que la corroe. Las fachadas observan a quienes las visitan con sus atentos ojos desvencijados y sus rincones invitan a la reflexión. 

A modo de esqueleto, nos deja ver por sus vértebras, el tenue, ya casi agotado tránsito de las páginas más dolorosas de la historia. Las diferencias de ideología, la lucha por la libertad, la injusticia, las lágrimas derramadas, la derrota, la victoria, los vencedores y los vencidos. Al final, todos pertenecemos al último grupo. 

Un capítulo como el que Belchite (Viejo) narra, nos deja a todos a expensas de nuestro peor enemigo: nosotros mismos. 

Belchite (Viejo) se yergue como un mural. Los pintores anónimos que protagonizaron sus propias pinceladas tienen diversos rostros, edades, e incluso nacionalidades. (Se sabe que la Brigada Internacional Dimitrov, también coincidió en este punto geográfico.) Los trazos de ladrillo y adobe, nos permiten imaginar  una gama cromática cálida, con predominantes rojos. La arquitectura mudéjar de los templos no desmiente esa tonalidad.  Las paredes de estos, definen las huellas que la artillería estarció al mediodía del 31 de agosto de 1937 y durante toda la semana que le siguió. Un gran hueco en la iglesia de San Agustín detalla la entrada del escuadrón Lincoln de las Brigadas Internacionales, los ángeles que aún sobreviven en sus muros, se vuelven los únicos testigos de aquel acontecimiento. En una torre de este templo, un proyectil se acuna, como durmiendo con una nana de viento. Reposa su sueño y se vuelve esa señal de prohibición para que nadie lo interrumpa, pero su metal oxidado, al igual que lo que queda de este material, mancha el lienzo reiterando la tonalidad.

Las escasas estructuras de metal que quedan por aquí, parecen cojear a pesar de su resistente material. Su paso ha dejado de ser firme y el óxido las somete. Nuevamente, ese color rojizo de la reacción química del metal nos recuerda que hasta lo más fuerte, se rompe. 

Sus casas ancianas, cansadas, aún cuentan nostálgicas el color de sus interiores. Habitaciones tintadas en azul que parecieran pretender ser el cielo continúan el boceto. Imaginamos alguna habitación con su vida interior. En una pared una repisa  parece extrañar libros. Seguimos su recorrido, la ventana advierte lo luminoso del habitáculo. Alguna alegría vivía, seguro. La mirada continúa y atisba el indicio de unas escaleras  que nos conducen al sótano, tapiado por las vigas, techos y algunas paredes derrumbadas. Ahí, bajo esa escombrera de tiempo, el sitio común del refugio no permitía color alguno. El negro se apodera entonces de la paleta. La incertidumbre y el miedo logran esconderse en esa mezcla de todos los colores. Ahí, se suma un color diferente: el sonido. Estruendos, que parecen truenos en un verano que los delata como imposibles. El sonido parecido al de petardos, que no anunciaba ninguna verbena. Los gritos. El llanto. Nuevamente esa gama cromática cálida. Tan cálida como el verano que transcurría. Tan cálida como la sangre que se escapaba de las heridas. Tan cálida, que calcinaba por su olor a miedo, a desesperanza y a angustia. Los olivos y sus frutos, se tiñeron de rojo. La desconfianza se reflejaba en los pasos. Las granadas, cambiaron sus semillas rojas, por semillas de proyectiles que provocaban ríos rojos. 

 

Quizá en ese lienzo alguien lo vivió así:

Era un verano distinto. La desconfianza se respiraba a todas horas. Las miradas parecían nunca descansar. Yo era un niño pero lo notaba. Notaba los codazos que los mayores se  metían al ver pasar a uno que no les gustaba. Notaba, como ese, que “no gustaba” estaba alerta. Notaba la cara agria de Félix, el camarero del Bar Sevilla, porque ya nadie le dejaba propina. Notaba cómo refunfuñaba por sus dientes que a modo de peine, dejaban escapar algún “piojo” lingüístico. A pesar de todo, era verano. Y lo mejor que podíamos hacer los zagales, como nos solía llamar Don Bernardo, era revolotear libres por las calles del barrio. Pero nada superaba jugar en la fuente nueva. Lo único que necesitábamos eran botecitos para contener un poco de agua y lanzarla a nuestro “enemigo” que en realidad se refrescaba por nuestra acción, y “estallaba” en risas. Aquellas batallas de agua, hacían que el verano, fuera una época de diversión. La más pequeña del grupo era Pascualita, un pequeño terremoto  de grandes ojos almendrados que siempre se le escapaba a su mamá al escuchar nuestra algarabía en la fuente. Ya empapada, su madre la “rescataba” de la batalla, no sin regañarnos por no ignorarla. 

Las olivitas de la zona eran un manjar todo el año. Aún recuerdo cuando me mandaban a bajar semilla del ático, perdía unos minutos para contemplar el cielo. Aquel día un zumbido intenso vibraba en el aire. Mi padre apareció con esa desconfianza en la mirada que se tornaba en temor. Me arrancó de la ventana como una cometa y me llevó al sótano. Ahí aguardamos la familia completa en silencio.  Por mi parte, esa maldita desconfianza ya me había contagiado y no me atreví a preguntar qué estaba pasando. En esos momentos en silencio, sólo el susurro de mis padres devolvía el rol de familia a aquellas sombras en las que nos habíamos convertido. Mi padre se negaba a que dejáramos la casa. Rotundamente dijo que si era necesario, moriríamos ahí, pero todos juntos. Escuchar el verbo morir, generó en mi, más desconfianza. Mi hermana Isabel, no paraba de llorar. Mi hermana Dolores, de suspirar. Y todos nos abrazábamos cuando escuchábamos aquellos estruendos. Parecía que nuestros corazones perdían la desconfianza o al menos encontraban un alivio pasajero. La desconfianza pasó a temor cuando los gritos y los disparos se intensificaron. Escuchamos pasos en nuestra propia casa. Cristales rotos. Gritos. El aire también comenzó a oler a desconfianza. La pólvora y la combustión se filtraron y además un olor a metal inundó el ambiente. El tiempo puede parecer eterno por la desconfianza. No sé exactamente cuánto duró aquello, sólo sé que al despertarme, los aljibes de casa y nosotros nos contemplábamos. Mi reloj no registró días. Mis hermanas aseguraron que fueron siete. Mi madre cortó las trenzas de mis hermanas y las suyas propias. Se vistieron con ropas de padre, improvisamos equipaje y dejamos nuestra casa en la Calle Mayor. Al salir, la calle estaba irreconocible. Coincidimos con unos vecinos que nos comentaron que habían sido abuelos aquellos días. Se llamaría Natalio aquel pequeñito que llegó al mundo, en este irreconocible edén, que perfectamente se confundía con el infierno. También supimos que  así como Natalio había llegado a este mundo, Pascualita, se había ido. Una bala la atravesó impidiendo que la muerte llegara a su madre. Aún hoy parece escucharse el llanto de aquella madre abandonada. Cómo se le llama a los padres que pierden a su hijos. Así quedó la patria aquellos días. Como esa madre sin nombre por la pérdida de tantos hijos suyos.  

Las hermanas Paulina y Antonia quedaron sepultadas cuando un obús fragmentó su casa. Paulina, era amiga de mi hermana Isabel. Para ese día, mi hermana se había secado,  simplemente dejó de  tener lágrimas.  Las calles hospedaron cuerpos inertes que parecían muñecos incompletos, algunos sin brazos, ni piernas, algunos sin cabeza. Parecía más un cementerio. Nosotros, como un grupo de cinco varones, caminábamos sin perder ese halo de desconfianza que se había acentuado en los que sobrevivimos. En el bar, o lo que quedaba de él, Félix, ahogado en etiles, reía para terminar llorando. Su nariz y sus mejillas rojas, se barnizaban con un sudor sucio mientras pretendía “atender” compartiendo a morro de las botellas de absenta vacías. No quedaba ni una sola botella en pie. Ni un vaso. Ni una mesa. Todo estaba devastado. Tuve la curiosidad de acercarme a pesar de su estado. Descubrí que se apoyaba en lo que quedaba de barra con las piernas hechas jirones, destrozadas.  Ese día no habría resaca. 

Yo tenía once años pero esa semana mi corazón envejeció. Me costó muchos años perder la desconfianza y el dolor que convivían simultáneamente con el gran amor a mi patria y a la humanidad. Natalio, aquel pequeño que llegó como brote de una nueva generación en un momento tan agitado, sobrevivió para poder resumir con palabras lo que ningún pintor pudo plasmar. 

Este cuadro jamás se pintó. Pero existe para el que quiera verlo. Nos hace recordar que el invierno se adelantó aquel verano de 1937.

 

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