En las cercanías de Toledo, existe un trocito de tiempo edificado para el deleite de los que gozamos de los paseos reflexivos.
Formando parte de Val de Santo Domingo, Caudilla es un mínúsculo asentamiento de escasos metros, que encierra en sus muros debilitados el misterio y el tiempo.
Originalmente establecido como cabeza de municipio, de donde se cree deriva su nombre, Caudilla parece actualmente resignado a seguir contemplando el movimiento de las manecillas, guiándose por los elementos naturales que son su única compañía.
Con un desarrollo urbanístico de tan sólo una calle, permite imaginar la vida que presenció en otras épocas.
Según el diccionario Madoz, Caudilla se componía de 36 casas y 48 habitantes. Con estos números es más fácil forjar en nuestras mentes el paisaje del que hablamos.
Pero además a este cuadro, hay que agregarle una iglesia, un pozo, una fuente y un castillo. Así se enmarca en el tiempo, y así recibe resignado su derrota ante su adversario llamado olvido.
El abandono de varias de sus casas, las ha dejado expuestas a la inclemencia del tiempo y después de muchas guerras ganadas, algunas son vencidas. Es fácil adivinar, por las fachadas que guardan a modo de careta, lo que alguna vez fue su interior: las huellas de sus escaleras, los arcos de las puertas, la distribución de sus habitáculos, los fogones que alguna vez cocinaron, y más indicios de otros, seguro, buenos tiempos.
Hoy todo queda en abultados escombros, frágiles estructuras que se rigen por la gravedad y ventanas cuyos cristales han sucumbido al viento.
Y la historia de Caudilla se mantiene en pie, como sus frágiles muros, entre varios episodios de la historia ibérica. Según las memorias de un vecino propio del lugar, Caudilla era una asentamiento de mucha edad, pues su pozo, databa de abastecer de agua la zona desde tiempos de los visigodos.
La “porra”, permitía extraer agua de forma mecánica en la zona de los lavaderos. Hoy, el óxido que la tiñe, no impide imaginar el sonido del agua, las risas y los cantos de la tela al compartir con el agua y el jabón.
Las fiestas y verbenas del pueblo, celebradas en verano, vestían de gala la iglesia que hoy luce tan apagada. En su interior, parecen sobrevivir a modo de bocetos, lo que fueron murales venerados. Sus campanas despertaban y se agitaban aunque fuera sólo por un día.
Desde la iglesia se distingue a unos metros una torre a modo de atalaya. Su cúspide aún luce algunas resistentes almenas, vestigios de matacanes y la imagen de un Cristo Redentor que parece cuidar desde las alturas que el tiempo siga su curso. Lanza su mirada hacia el horizonte bañado por la Sierra de Gredos y San Vicente.
Caudilla vio su esplendor y quizá supuso su continuidad, sin contar con el abandono que la sorprendería. Los rumores de la historia dicen que el Conde de Noblejas que habitó el castillo, plasmó, como se solía hacer en aquella época, una heráldica de su linaje en la torre del castillo. Pero también fue víctima del tiempo.
Se sabe que este castillo tenía un foso que lo protegía de ataques y que vio de primera mano Las Cruzadas. Ahora sólo se puede reconocer el montículo de piedras a los pies de la torre como las piezas de los muros y la estructura que formaban parte de él. Algunas fueron utilizadas para la construcción de cuadras o pocilgas.
Para mayo, los tréboles y las gramillas, inundan los campos. Una gran alfombra viste de color y alegría al olvido. Parece brindarle un matiz menos doloroso quizá. Caudilla languidece lentamente. Aunque algunas casas de su breve bulevar han sido reformadas, se acompañan de una mayoría que se siguen desvaneciendo. Y con su desvanecimiento se pierde la certeza de todas sus historias. Las vidas que ella contempló quedando como una fuente (literalmente) seca. Forjando el tiempo y confirmando que la eternidad es inalcanzable.