Andén Cero. Próxima parada: 1919. Al salir tenga cuidado de no introducir la mente entre el pasado y el presente.
En el año de 1919 se inauguró la primera línea de transporte Metropolitano en Madrid, Metro, que comprendía una ruta de menos de cinco kilómetros, con ocho estaciones. El recorrido entero se hacía en un plazo de diez minutos, y fue tal su aceptación en el público que en pocos años aumentó su red incluyendo tramos por de más de catorce kilómetros en total. Durante la Guerra Civil no cesa su actividad, siendo utilizada en algunas ocasiones como refugio durante los bombardeos. La estación de Chamberí fue clausurada en 1966 debido a que estaba entre dos estaciones cuyo tramo entre una y otra era muy corto, además de la pronunciada curvatura de la estación. Por eso esta estación al ser cerrada, parece que atrapó con ella al tiempo en sus andenes, con los azulejos sólo visitados por la humedad del subsuelo, su reapertura se vuelve un viaje al pasado que nos narra cómo era este sistema de transporte en sus inicios. Podremos vivir un viaje al pasado donde mantenemos contacto con el presente por los trenes que siguen utilizando estas vías sin detenerse en la estación, por supuesto. Así, si sientes que ver aquellos anuncios publicitarios de azulejo, que anuncian productos extraños, con los pasillos callados e iluminados con esas bombillas sutiles, te has movido de época, ver el paso del metro con sus vagones traducidos en manchas por la velocidad barrida, te hace saber que ese sitio es un tesoro de tiempo. En pocos años cumplirá su primer siglo, y con ello la celebración promete, ya que existen planes de impulsar un museo que incluya los uniformes de las taquilleras, los boletos de metro de antes, y muchas historias acerca de la vida de las primeras estaciones.
Historias que indudablemente será como recrearlas en ese entorno que parece haberse quedado varado a mediados del siglo XX. Imaginemos lo que algunos de estos túneles presenciaron en aquellos años poco fáciles para la población: 1936.
Os regalamos este relato:
Me gustan las canicas. Tengo tres, porque ayer gané una jugando con unos niños de otras fincas. Me gusta imaginarlas como mis ojos. Cuando miro a través de ellas, intento descubrir texturas, como la de la luna en alguna, o nubes en otra. Quedan muy pocos niños en la finca. Menos en el barrio. Casi todos los que quedan han olvidado que lo son. La comida es poca pero eso no me asusta. Me asustan más los temblores de la tierra que se acompañan de estruendos que muerden las fincas o los caminos, como si un gigante malhumorado hubiera hecho un berrinche.
De pronto, aviones. Un estruendo. Mi mamá me rodea fuerte mientras reza, yo cierro los ojos y aprieto en mi mano mi tesoro, mis tres canicas contadas. Sé que estaré a salvo.
Silencio. Mi mamá sonríe y me hace sonreír también, De entre el estruendo y los desmayos de algunas paredes que parecían vecinas, muy cercanas, reconocí el sonido de unas raras “canicas” en el aire. Salto rápido para buscarlas. Encuentro la huella de una en la pared pero no puedo hallarla por el suelo. En la calle un pregonero grita. Los vecinos comienzan a reunirse, al menos los que quedamos, nos reunimos y determinan que es necesario refugiarnos en la estación del metro cercana. Yo nunca había entrado a una estación de metro. Para mi era inimaginable que el barrio en el que vivía tuviera arterias subterráneas con veloces trenes metálicos por conductos de blancos azulejos.
Mi madre cogió su bolso. Lo vació y metió un trozo de pan, el que quedaba para la cena. Intentó tomarme en brazos pero comprendiendo que nos íbamos, sin saber con certeza cuándo volveríamos, fui corriendo por mi “equipaje”, es decir, mi tesoro. Ella corrió tras de mi, y al ver mi intención sonrió y abrió su bolso para que guardara mis tres canicas que no le robarían espacio.
Cuando llegamos a la estación era como si se desglosara un universo paralelo al nuestro. Un mundo subterráneo que fomentaba el conocimiento de productos tan caseros como un laxante o la famosa sustancia para hacer que los ojos de la mujeres brillaran más, creo que para atraer a los hombres y seducirlos como una diosa griega sin convertirlos en piedra.
Anuncios cómicos, en azulejos, que seguramente quienes los hubieran colocado habrían jugado a armarlos a modo de un rompecabezas.
Nos sentamos en un rincón libre, rodeándonos de todas las personas que vivían por la zona. Muchas de ellas eran caras conocidas, pero algunas además de ser desconocidas lucían preocupadas, o tristes.
Una mujer cantaba una nana para su bebé que dormía en sus brazos. Yo pedí mi tesoro a mi madre quien abriendo el bolso me hizo sonreír al ver aquellas gotitas de vidrio. Jugaba para ver si el tiempo pasaba más rápido.
De pronto la tierra pareció temblar y las paredes y los túneles parecían empezar a desmoronarse.
La gente entró en un estado de pánico y el caos reinó en aquella arteria subterránea. Yo estaba recogiendo mis canicas, pero cuando estaba a punto de guardar la más preciada, con el movimiento de la tierra y la gente que pasaba corriendo sobre mi pequeño campo de juego, me fue imposible encontrarla. No quería abandonar mi tesoro, pero debía sacrificarlo. Si hubiera tenido más tiempo seguro la habría encontrado.
Mamá no me soltó y juntos intentamos salir por el laberinto saturado de incertidumbre.
Al descubrir la salida como una luz brillante de entre la oscuridad, mamá aceleró el paso, sentía el latido de su corazón hablándole al mío. Cuando salimos, el paisaje era imposible de reconocer. Donde había jugado el día anterior, la mercería, la panadería, nuestra finca, todo estaba reducido a esqueletos de hormigón, fuego, y destrucción. A nuestras espaldas, la boca del metro seguía sujetando el anuncio romboidal del metro por uno de sus vértices, como triste testigo de los ocurrido.
Mamá no sabía si lo malo ya había pasado, o seguía pasando.
De pronto se escucharon motores aéreos. Hélices y golpes que provocaban que las ruinas eructaran a modo de polvorientos espasmos. Todo fue rápido. Mamá y yo nos desplomamos. Nuestros corazones se despidieron mutuamente latiendo acelerados. Nuestros cuerpos abrazados se fundieron y al precipitarnos casi inertes de mi mano se liberaron las canicas que quedaban de mi tesoro, rodando sobre las escaleras de la boca del metro. Su paso quedó enmudecido por el de los aviones.