La importancia de los pueblos abandonados como testigos del tiempo
Abrir un libro y descubrir pasajes de la historia es grato, considerando la posibilidad de “movilidad” sin desplazarse, pero tener la oportunidad de estar en un sitio de gran importancia histórica, y mejor aún, poder recorrerlo es un viaje en el tiempo.
Del pueblo de Oreja, habíamos oído poco, como un rumor, como susurros, ya que su ubicación y acceso son poco fáciles, sin embargo, en estos tiempos, creímos que sería una buena aventura, precisamente por su poca afluencia.
Perteneciente al Ayuntamiento de Ontígola, Toledo, Oreja es el testimonio de un asentamiento humano con una extensa carga histórica que data desde la época preromana. Aunque los vestigios que podemos encontrar, con edad mucho más reciente (años 50), se desmoronan con una lucha lenta pero constante, no sólo contra el tiempo sino también, por desgracia, contra el vandalismo.
El torreón que se resiste en lo alto de la colina, nos narra lo estratégico de la edificación, pues desde la ubicación de Oreja, se cuenta con una vista panorámica de los valles circundantes, que seguramente preveían la posibilidad de invasiones permitiendo truncarlas con el aliado de ser detectadas con ventaja de tiempo y poca accesibilidad a lo alto de su ubicación. Esa torre delata, la magnificencia de la construcción completa. Aquí la imaginación es válida para “reconstruir” con los cansados muros, basamentos y subterráneos que aún quedan, la estructura original.
Como respaldando el Castillo de Oreja, como se le denomina al torreón mencionado, encontramos las ruinas del pueblo. Una muy sencilla urbanización de una sola calle de pocos metros, que aún permite identificar las casas que la definen. Las ventanas y las puertas, reducidas a melladas fachadas, nos dejan husmear sus interiores yermos, con débiles huellas de sus moradores. Detalles, que pasan inadvertidos ante el exceso de prisa. Es muy interesante el análisis arquitectónico que se esboza en estas habitaciones. Los techos abovedados que distinguen una manera especial de construcción. Las primeras plantas que siempre contenían las chimeneas o la zona de animales, como lo delata uno de los espacios que parece aún mantener los abrevaderos. Las cenefas que decoraban las paredes, o los diferentes diseños de las lozas de los suelos interiores, las escaleras breves, los arcos de las puertas, parecen rumorear cómo fue la vida en sus últimos años.
La numeración de las viviendas, ahora perdida, ubicaba perfectamente las catorce casas, donde hoy sólo cabe la intuición.
Recorrer estas paredes fracturadas, es entablar un diálogo sobre el tiempo vivido aquí. El calor de los fogones y el olor de los calderos, las risas o los suspiros que estas paredes vieron.
La pequeña acera de la calle principal, con su geométrico dibujo, se mantiene a modo de mosaico improvisado. Fragmentándose por el tiempo, sus trozos a modo de teselas asimétricas aún nos permiten ver su belleza sencilla.
Como única estructura bien conservada en el pueblo de Oreja, está la Ermita de la Asunción, que aún está activa. Hasta hace unos años aún se auspiciaban misas dominicales. Actualmente, sólo abre sus puertas para la fiesta patronal.
Definitivamente, Oreja, es un lugar para pasear, conocer, recorrer y disfrutar. Es una huella prestada, cuya historia, la guardan guerreros muros que luchan con el tiempo para seguir narrando cuentos.
¿Qué quieres contarnos pueblo dormido sobre el silencio del valle que sólo te acaricia?
Lo peculiar de su nombre, hace de este sitio, un recuerdo inolvidable. Ideal para una ruta de senderismo: el paseo, promete. Mantenerse atentos, porque puede ser que el viento, les susurre un pedacito de su historia.