El término correfoc o literalmente “correfuegos” corresponde a un evento cultural popular que se celebra en las partes geográficas de Cataluña, Islas Baleares y Valencia principalmente. Aunque también se sabe de algunas zonas francesas donde se realiza.
En este evento un grupo de personas disfrazadas o no de demonios, desfilan por las plazas o calles principales, generalmente corriendo con fuegos artificiales que vuelven esta carrera más espectacular.
Se cree que tienen su origen en los Bailes de Diablos, los “Ball de Diables”, que se han encontrado registrados en archivos del siglo XII en Cataluña.
En estos eventos se permite la participación libre de los habitantes del pueblo, a los que sólo se les pide precaución y vestir con prendas que les protejan por las chispas constantes que la pirotecnia desprende. Se vuelve un pasacalles donde por algunos minutos, la noche se ilumina y los diablos bailan, corren y hacen algunas acrobacias o malabares.
El término correfoc aparece registrado por primera vez en 1977, en el que los Diables del Clot, realizaron por primera vez un desfile en el que incluyeron un palo que portaba fuegos artificiales.
Pero detengámonos un momento a pensar en la musicalidad del primer baile en el que este personaje bíblico tan temido es el bailarín principal. A modo de baile de tentaciones, se contonea, se mueve de un lado a otro invitándonos a lo que por la época no sería bien visto.
Entonces se recurre a esta imagen para satirizarla, para representar de alguna manera el expulsar lo malo, quemar con esa lluvia de fuego lo fatídico, el mal fario y purificar el cuerpo.
Pero a pesar de esto es un evento poco conocido y divulgado. Mundo Recorrido tuvo la oportunidad de conocer de él por una casualidad. Les compartimos una historia sobre la primera impresión de este peculiar baile que si algún día tienen la oportunidad de asistir no les dejará indiferentes.
Comunidad Valenciana
La noche anunciaba un movimiento diferente, el calor no daba tregua, pero esa noche la plaza principal y algunas calles parecían prepararse para algo especial.
Armados cámara en mano rondamos un par de horas. Algunos petardos aislados anunciaban lo que vendría. Una fila de asientos se guardaba para que los más mayores también pudieran disfrutar del baile.
Los petardos tranquilos comenzaban a “bailar”, a cobrar vida de su inanimada luz, dando volteretas sobre su eje por la combustión.
El olor a pólvora inunda el ambiente, las chispas se vuelven fuego líquido que hipnotiza pero también hace temer.
Los participantes con negras túnicas monjiles asomaban detalles de flamas rojas y algunos rostros se ocultaban tras máscaras o pintura roja de rasgos picarescos. Sujetan, en lo alto de un palo, los petardos que en cadena producen una larga sinfonía estruendosa.
La gente se asombra, ríe, grita. Hay quienes se posan bajo el manto de las chispas a modo de purificación.
Durantes unos segundos que parecen transcurrir lentos, el sonido es de repetido trueno. Uno tras de otro, dos juntos, tres seguidos. El humo sigue esparciendo ese olor a pólvora que se filtra por la nariz reconociendo el olor del baile, de lo malo ardiendo.
Aquellos que se resisten a “bailar” lo hacen cuando las bengalas se encienden y amenazantes se acercan con sus furiosas lluvias chispeantes. La gente huye, corre, la algarabía del baile se cumple.
Las palmeras tan comunes por estas zonas, se vuelven también de fuego. Las hojas son chispas de fuego líquido que caducan cuando la pólvora se extingue.
El humo invade la plaza. Las risas se anteponen a los llantos de los niños que, asustados por los diablos, este año lloraron. Se secan las lágrimas y comienzan a correr por la plaza intrigados por esas personas, que se disipan entre la multitud. Aquellos “diablos” se confunden entre los espectadores. Al menos este año, ya hemos bailado con ellos, al son de la música de fuego.