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La antigua Estación del Norte en Principe Pío

La estación del Norte. Al norte está el corazón, pero más al Norte, la razón.

Ubicada en las faldas de la montaña del Príncipe Pío, a los pies de la montaña que aloja en su cima al Templo de Debod, se encuentra una estación ferroviaria que comparte su historia como un libro abierto. Actualmente utilizada como importante estación de la red del metro y de Cercanías, la Estación del Norte, ya conocida como Príncipe Pío, por la montaña que la alberga, tiene una historia que nos cuenta si alguna vez coincidimos con ella.

Su nombre, deriva del último dueño de las tierras de la zona, ya que pertenecían al príncipe Pío de Saboya. Situada en una zona privilegiada con las mejores vistas, en el Valle del Manzanares, tiene a primera mano los paisajes del Palacio Real, los Jardines del Moro, la Casa de Campo, y, a la distancia, no menos importante, la Sierra de Guadarrama.

Este espacio, como lo contamos en nuestro Mundo Recorrido del Templo de Debod, encierra también escenas dolorosas, como la del fusilamiento de los héroes de la batalla de 1808. Incluso, hay una crónica  de un fiel sirviente de Goya, que aquella fatídica víspera, atendió el llamado de su amo, de acompañarle sin olvidar llevar su trabuco. Don Isidro, nombre de este cronista, nos detalla, que llegaron a la montaña, aún con el olor a pólvora y muerte frescos. El miedo le invadía, por supuesto, pero creía que su amo, aquel loco que pintaba hasta altas horas de la noche, estaba totalmente poseído. Agazapados en un sitio con “buena” vista de lo sucedido, aquel artista, pudo presenciar los fusilamientos, y en su paseo nocturno, entre los ruidos de una batalla perdida, esperando que la luna librara unos nubarrones, encontraron un sitio, donde el maestro sacó su cartera, la puso sobre sus rodillas y registró con trazos rápidos, lo que quedó. La devastación, la derrota, el honor, la dignidad, lo confuso de la humanidad.  A la mañana siguiente Don Isidro fue el primero en ver una de las estampas de guerra de Goya. No entendía el porqué de ese tema. Goya le respondió que quería recordar con ello al hombre, a no ser bárbaro.

Pero la barbarie humana, se olvida pronto quizá.  La Estación del Norte, bautizada con esta referencia a pesar de estar en la zona Oeste de la ciudad, debido a que su construcción corría a cargo de la Compañía de los ferrocarriles del Norte, vio la luz como tal en el año 1861 como proyecto arquitectónico de los arquitectos franceses Biarez, Grasset y Ouliac. Construida para poder facilitar el transporte de materias e insumos a la capital desde la frontera francesa, también se utiliza como el medio de transporte para las vacaciones de verano de la población capitalina que suele salir hacia San Sebastián, Galicia y Cantabria, quizá de ahí se explicaría mejor lo “del Norte” para nosotros. De esta misma estación salió el escuadrón de voluntarios de la División Azul para combatir con el ejército nazi.

Actualmente, esta magna estación, nos contempla tranquila cuando a su alrededor relojes y prisa la envuelven. Trenes que llegan, trenes que salen, vagones de metro que cruzan, gente que sube, que baja, que llega tarde o llega temprano. El movimiento es una de las premisas de esta estación y a pesar de ello su estructura metálica, tranquila, filtra la luz, para regalarte una artística espera, o si pierdes el tren, un premio de consolación.

Pero nadie parece mirarla por la prisa que lleva. Y ella quieta se entretiene mirando el hormigueo de gente, las palomas que la habitan en sus recónditas ventanas a mitad tapiadas, y con los atardeceres espectaculares que desde ahí se contemplan, ella se viste de dorado , plateado o cobre, según el humor del sol.

Ya en estos años quizá viva de sus memorias, de lo que vio. De las tristes despedidas y las efusivas bienvenidas. Quizá sus ventanas vieron una historia como la que contamos a continuación, con la banda sonora de las ruedas del tren al chocar con las vías, el vapor bufando en acompasado ritmo, in crescendo,  y el sollozo de la despedida esperanzada en volver a ver a quien se despide.

Relato: 13 de julio de 1941. Estación del Norte

Pepita García, aprendiz de modista del taller de la Calle Arenal, acompañaba a su novio Manuel Simón, para la despedida. Él había sido aceptado como voluntario de la División Azul. Pepita, no dejaba de mirar con detalle el corte de la camisa de su novio. Parecía un corte sencillo, pero los dobleces militares le regalaban elegancia al uniforme, que pulcro, pintaba a su ya querido Manolo, con un aire militar de alta jerarquía. Pepita sentía los nervios como el vestido mismo, la saliva atorada en la garganta, el camino los acercaba más a la Estación del Norte. Ella quería ir caminando para alargar el momento. Él tenía prisa por llegar, por cumplir justicia, por cumplir a su país. Antes de llegar la multitud ya se anunciaba. Se tomaron de la mano sin mucha palabra. Pepa sonreía, le llevaba una sorpresa a Manolo, pues se había hecho una tarjeta postal con su retrato en la Calle Mayor, a la altura de Platerías esquina con Milaneses. No cabía ni un alfiler más en la Estación. El azul del cielo parecía haber bajado a los vagones, pues una ola de hombres vestían del mismo color y se dirigían a ocupar el interior del tren. Desde las ventanas las caras de ilusión, de patriotismo, de manos alzadas al aire para ganar más visibilidad y despedirse de sus seres queridos, todo se confundía con una multitud. Entre la multitud las manos que iban entrelazadas se separaron. La algarabía, la efusividad, la incertidumbre o la seguridad de que sólo era una despedida pasajera se mezclaban en el ambiente. Pepita empezó a gritar el nombre de Manolo más fuerte. Manolo se perdió entre remolinos de hombres y mujeres que también despedían a los suyos. Los ojos de Pepita saltaban de un rostro a otro, buscaban rápido a su amado. En su bolso, el retrato de una sonriente muchacha acompañaba un rizo de cabello.  De pronto, entre el océano humano, distingue a  su Manolo desde una de las ventanas de un vagón, buscando. Sus miradas se cruzan, y Pepita “nada” entre los oleajes de brazos. Llega hasta la ventana que queda alta por el vagón. Como puede abre su bolso, pero entre los movimientos humanos, la foto se desliza entre los dedos de sus manos, rescatando solamente el rizo de su cabello, que atado con una lacito de terciopelo azul, hace alusión a cuánto admira a su caballero azul. Azul cielo, azul mar, azul justicia, azul división. Con esfuerzo y entre los gritos de los demás, le logra dar el mechón, que Manolo huele recordando el olor de los abrazos de su amada. Huele a ella. A Madrid. A casa. Pronto estará de vuelta, piensa. El tren anuncia su salida. Pepita grita: ¡vuelve pronto! pero su voz se pierde con tanta interferencia. El ruido, la ovación, los nervios, se conjugan. Manolo agita su mano, pero entre tantos otros que no quieren perder la última estampa de sus seres queridos, pierde de su mano aquel preciado rizo de pelo.  La foto de Pepita se perdió entre las vías. Manolo, después de un largo viaje, descubre que la justicia no es azul. Que no volverá a ver a Pepita. En su último día, combatiendo con la muerte, al cerrar sus ojos, la última imagen que ve, es la de aquella chiquilla nerviosa en la Estación Norte, preciosa, diciendo “Vuelve pronto” que él confunde con  un “Adiós”.




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